Siempre ha sido una inspiración.
Una fuente de energía inagotable. Un paradero poco oculto pero tan bello que
hace que el tiempo se detenga y todo suceda. Llamada la ciudad del amor. A mí
me evoca más a ser la ciudad de las luces.
Es una ciudad visitada en blanco
y negro. Evoca magia en las esquinas. Viejos cafés que narran trepidantes
aventuras de cabareteras convertidas en celebridades. Cualquier persona puede llegar
a ser aquello que sueñe. Aunque sea durante veinticuatro horas. Vidas que
cambian en un abrir y cerrar de ojos. Sueños que se desvanecen para
transformarse en visiones poderosas de futuro.
Es una joya arquitectónica en sí
misma. Un dulce despertar entre el griterío de visitantes que se agolpan en sus
calles tratando de descubrir su tesoro más oculto. Un regalo muy preciado que
solo pocos son capaces de hallar. Solo lo consiguen descubrir aquellos que confían
ciegamente en que dejarse llevar por las aceras mojadas de una ciudad tan
celebre es la única manera posible y real de descubrir su identidad.
Porque al viajar descubrimos
nuestra identidad por contraste. Y solo cuando somos capaces de encontrarnos a nosotros
mismos somos capaces de hallar la clave de la felicidad. Una felicidad etérea.
Una ciudad eterna. Porque los
recuerdos que alberga hace que aquel que la visite se quede prendado. Se
enamore de su aroma. De sus vistas. De sus curvas. Como si de una dama se
tratara una vez que descubres sus verdaderas entrañas no hay marcha atrás.
Porque al descubrir su verdadero encanto solo puedes aceptar que te has
enamorado.
Solo hay dos sitios en el mundo
donde puedes ser verdaderamente feliz. Uno es en casa. El otro, indudablemente,
es París.
Lorena Burcat.
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