viernes, 8 de agosto de 2014

Podemos.


Creemos que lo que se fue nunca volverá. Que lo que dejamos por el camino lo perdimos. Lo bueno y lo malo. Y aunque seguimos hacia adelante las experiencias siempre nos acompañan.
Acaban marcando la diferencia. Trazan la delgada línea entre lo correcto y lo que nuestra conciencia nos marca.

Nuestra infancia es el punto de partida a esta trepidante aventura con fecha de caducidad desconocida. Cada paso que damos hacia la adolescencia traza nuestra personalidad, la manera en la que forjamos nuestros deseos. A medida que crecemos aprendemos a construir nuestra autoestima. Quienes somos. Quienes queremos llegar a ser. Y con eso, irremediablemente, aparecen los miedos.

Cada historia acaba teniendo una razón de ser. Un porque. Algunas nos marcan más que otras. Son más duras, más memorables, más gratificantes. Sea como sea solo depende de nosotros que valor adquieran en nuestra vida.

Mi madre siempre decía que no ofende quien quieres sino quien puede. Y con los traumas pasa algo parecido. Nadie puede juzgar la intensidad de las heridas del otro. Porque todo depende de lo que permitimos que influyan. Lo que dejamos que nos toquen, que nos marquen, que nos cambien.

Todos tenemos traumas en nuestras vidas. Más grande o más pequeños. Algunos son realmente profundo y otros son leves arañazos que dan continuidad a nuestro relato.

El problema de todo ello es que decidamos convertirlos en nuestros inseparables compañeros de travesía. Porque acabamos acomodándonos en nuestros miedos, en nuestras preocupaciones, en nuestras lamentaciones. Empezamos a depender de nuestro papel de victimas eternas como coraza para continuar por la vida. Y acabamos jodidos.

Irremediablemente acabamos dolidos. Y todo esto provocado por nosotros mismos. Porque es más fácil quejarse que combatir nuestras dificultades. Apoltronarse en nuestras inseguridades Pobres de nosotros. Los otros no nos entienden, no nos quieren, ni nos valoran.

Nadie puede aceptarnos si no empezamos por hacerlo nosotros mismos.

Nadie dijo que fuera fácil. Pero si es sencillo. Basta con mirarnos al espejo y repetir todo lo que valemos hasta que nos salga innato. Crear el habito de admirarnos. Gratificarnos nuestras batallas ganadas y aprender la lección de aquello que perdemos.

Al final de los días es lo que cuenta. Querernos y aprender que la única manera de no morir en vida es ser el propio escritor de nuestra historia.


Lorena Burcat.

No hay comentarios:

Publicar un comentario