Me fascina que llueva los lunes
por la noche. O entre semana. Que llueve fuerte, sin descanso. Me encanta estar
al otro lado del cristal con un humeante té y arropada con la manta. Porque las
tormentas hacen que flote la magia en el ambiente. Que la rutina se detenga y
las preocupaciones se diluyan.
Oír repicar las gotas enfurecidas
por la fuerza del viento contra mi ventana me transporta a mi infancia. A los días
de verano jugando en la piscina. Salpicando a diestro y siniestro. Chapoteos
acompañados de sinceras carcajadas de felicidad. Era tan simple, que aún ahora
me cuesta creer la facilidad que tenemos para complicar el trascurrir de los días.
Cuando la máxima duda existencial
posible era el sabor del helado que queríamos después de comer. O que era
mejor, si ir a la feria o perseguir a la charanga por las calles recónditas de
aquel pueblo de cuento. Quizás, si nos organizábamos para escapar corriendo
tras la cena pudiéramos llegar a tiempo para no tener que aclarecer nuestras
preferencias.
De aquellos días aprendí a
jugarme todo a cara o cruz. Porque realmente funciona. El truco esta en darse
cuenta cual es nuestra elección mientras la moneda está suspendida por segundos
en el aire. Porque aunque no todo es blanco o negro, de todo acabamos teniendo
una preferencia. Porque crecemos, y la infancia se convierte en una gran
enseñanza. En recuerdos que acompañan el trascurrir de una aventura diaria.
Y un día sin darte cuenta te
encuentras observando en la oscuridad un sonido delicioso que silencia los
problemas durante instantes. Y es en ese preciso instante en el que caemos en
la cuenta que crecer es aprender a preferir. A elegir donde esta nuestro
limite.
Yo aún no sé dónde está el mío.
Pero por preferir, prefiero descubrirlo a tu lado.
Lorena Burcat.
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