martes, 20 de mayo de 2014

Verano del 99.


Miraba al vacío concentrada en poder mover la pared. En conseguir que se abalanzara sobre ella, que la sepultara por unos instantes mientras el amor de su adolescencia, su primer amor, cruzaba de acera y se dirigía divertido hasta la cafetería.

Desde el ventanal contemplaba su cara de ángel caído, esa piel tostada y marcada. Los tatuajes que contaban sus batallas, sus días, sus victorias. Aquellos que servían de mapa para la rendición. La perdición estaba asegurada en su espalda. Sus piernas eran dos columnas griegas que sujetaban una inmaculada obra. Arte en movimiento.

De repente todo se volvió pequeño, diminuto. Cada vez estaba más cerca, hacia más calor, el pulso se le disparó. No había vuelta atrás. Tras catorce años huyendo de los recuerdos de aquella noche de verano todo había vuelto. Algún día había de volver a casa en verano y ya se sabe, los pueblos son pequeños. Tarde o temprano el momento iba a llegar.

A pesar del tiempo trascurrido la intensidad no había decaído. Recordaba aquella tórrida noche de abrazos y besos. Amagos de algo más. De mucho más. Promesas congeladas. Frases inacabadas y esperanzas de una quinceañera que florecían. Y aunque todas se empeñaran al día siguiente de que él no cumpliría su palabra de llevarle a la verbena esa noche ella seguía creyendo que todo era posible. Que el amor era probable. Así que sabía que sí el la miraba de nuevo se derretiría. No podría articular palabra. Tendría que sentarse hasta que las piernas le dejaran de temblar.

El semáforo se puso en verde. Acabó de cruzar la calle y se quedó contemplando embelesado la cristalera. ¿Le habría reconocido? Como si de la respuesta a esa pregunta no formulada se tratara el movió la cabeza y guiño el ojo a aquella atractiva desconocida que le provocaba sudores fríos y ganas de perderse con ella en el chiringuito de Pepito. Si fuera Julio, sería la elegida.

Se giró, mientras ella seguía hipnotizada por su sonrisa y se quedó de pie, apoyado al poste de la parada del autobús. Subió al número 94 y se esfumó. De nuevo. Como hacía media vida. Para que cambiar de costumbres.

Por suerte para Carmen hizo lo que mejor sabía, desaparecer. Por suerte no se enteró de que estaba casado, esperando el segundo hijo. Seguía engañando a su mujer cada verano con una distinta. Mejor que no le preguntara porque él la habría culpado. Ella fue su primer amor de verano, y aunque entonces ya estaba con Cristina no pudo evitar caer en la tentación. Y a partir de ahí quedó inaugurada la tradición. Cada verano hacia lo mismo. Evitando estancarse. Intentando encontrar su alma soñadora entre las piernas de desconocidas.


Todo porque un día no quiso elegir. Se quedó con la comodidad. Se conformó con la estabilidad. Todo por la facilidad de la seguridad. Todo, porque un día decidió no actuar. Para que en la vida las aventuras ocurran hay que saber arriesgar y apostar por la felicidad.

Lorena Burcat.

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