Miraba al vacío concentrada en
poder mover la pared. En conseguir que se abalanzara sobre ella, que la
sepultara por unos instantes mientras el amor de su adolescencia, su primer
amor, cruzaba de acera y se dirigía divertido hasta la cafetería.
Desde el ventanal contemplaba su
cara de ángel caído, esa piel tostada y marcada. Los tatuajes que contaban sus
batallas, sus días, sus victorias. Aquellos que servían de mapa para la rendición.
La perdición estaba asegurada en su espalda. Sus piernas eran dos columnas griegas
que sujetaban una inmaculada obra. Arte en movimiento.
De repente todo se volvió pequeño,
diminuto. Cada vez estaba más cerca, hacia más calor, el pulso se le disparó. No
había vuelta atrás. Tras catorce años huyendo de los recuerdos de aquella noche
de verano todo había vuelto. Algún día había de volver a casa en verano y ya se sabe, los
pueblos son pequeños. Tarde o temprano el momento iba a llegar.
A pesar del tiempo trascurrido la intensidad
no había decaído. Recordaba aquella tórrida noche de abrazos y besos. Amagos de
algo más. De mucho más. Promesas congeladas. Frases inacabadas y esperanzas de
una quinceañera que florecían. Y aunque todas se empeñaran al día siguiente de
que él no cumpliría su palabra de llevarle a la verbena esa noche ella seguía creyendo
que todo era posible. Que el amor era probable. Así que sabía que sí el la
miraba de nuevo se derretiría. No podría articular palabra. Tendría que
sentarse hasta que las piernas le dejaran de temblar.
El semáforo se puso en verde. Acabó
de cruzar la calle y se quedó contemplando embelesado la cristalera. ¿Le habría
reconocido? Como si de la respuesta a esa pregunta no formulada se tratara el movió la cabeza y guiño el ojo a aquella atractiva desconocida que le provocaba
sudores fríos y ganas de perderse con ella en el chiringuito de Pepito. Si fuera Julio, sería la elegida.
Se giró, mientras ella seguía hipnotizada
por su sonrisa y se quedó de pie, apoyado al poste de la parada del autobús.
Subió al número 94 y se esfumó. De nuevo. Como hacía media vida.
Para que cambiar de costumbres.
Por suerte para Carmen hizo lo
que mejor sabía, desaparecer. Por suerte no se enteró de que estaba casado,
esperando el segundo hijo. Seguía engañando a su mujer cada verano con una
distinta. Mejor que no le preguntara porque él la habría culpado. Ella fue su primer
amor de verano, y aunque entonces ya estaba con Cristina no pudo evitar caer en la tentación.
Y a partir de ahí quedó inaugurada la tradición. Cada verano hacia lo mismo. Evitando estancarse. Intentando encontrar su alma soñadora entre
las piernas de desconocidas.
Todo porque un día no quiso
elegir. Se quedó con la comodidad. Se conformó con la estabilidad. Todo por la facilidad de la seguridad. Todo, porque un día decidió no actuar. Para que en la vida las aventuras ocurran hay que saber arriesgar y apostar por la felicidad.
Lorena Burcat.
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