Las manecillas del reloj seguían
avanzando. Los latidos se aceleraron y la respiración se entrecortó. Nunca creí
en las casualidades hasta que te vi.
Te encontré de pie, apoyado en la
esquina de Elizabeth St con Buckingham Palace Rd a las diez y media de la noche
un 9 de mayo de un año cualquiera. La mirada perdida y las manos en los
bolsillos. No creía que Londres podría sorprenderme a estas alturas. Me
equivocaba.
Me equivocaría cada día si el
resultado de tal fallo fuera encontrarme de nuevo contigo. Fueron solo unos
minutos pero cuando nuestras miradas se cruzaron el ambiente se caldeo y la
magia hizo su aparición estelar.
Valentía. Picardía. Eso fue lo
que me falto para acercarme y decirte mi nombre. O simplemente darte un papel
con mi número de teléfono. Quizás te atrevieras a llamarme. Quedáramos y escapáramos
durante dos días de la presión de la rutina por las lluviosas calles
londinenses. Sin nombres, sin ataduras. Así sería más fácil para los dos. Un
fin de semana, una aventura clandestina y dos desconocidos. Suena realmente
apetecible.
Siempre llega el domingo y con él las
despedidas. Como las odio. El marcador se pondría a cero de nuevo. Y con ello debería
llegar el olvido para no acabar trastornada por los recuerdos idílicos de 48
horas de desenfreno. Deberíamos ser capaces de arriesgar. Solo así seriamos
conscientes de lo que somos capaces. De cuantos amaneceres podemos permanecer
unidos.
¿Sabes lo curioso de todo esto?
Es que aún no te he conocido. Aún faltan tres horas para embarcarme rumbo a
Londres. A las diez y veinte llego. Lo digo por si te apetece. Esta vez prometo
dejarme llevar. Lo bueno aún está por llegar. Lo prometo.
Lorena Burcat.
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