Algún día pensé en escribirte. En darte una
nota y marcharme. En dejar en tus manos nuestra historia. Siempre fui un
cobarde.
Cada vez que llegaba, tú ya
estabas sentada en la estación. Sonreías y seguías susurrando canciones
mientras agitabas tímidamente la cabeza. Y miraba e imaginaba que me susurrabas
a mí. A un completo desconocido. A un chico más con el que tenías minutos de
intimidad comedida cada mañana. Verte entre los transeúntes ajetreados a
primera hora hacia que me planteara si seguía en la cama teniendo alucinaciones
nocturnas.
A pesar de estar a veinte metros
de distancia sentía que nos separaba un océano y suplicaba por poder acabar
entre tus piernas. Recuerdo que ese
martes cogí el autobús jurando que mañana te llamaría. Mañana retaría al azahar,
sí era necesario, por ser el artífice de tu sonrisa pícara. Y mientras me
alejaba sentí que te perdía.
Desee correr y correr. Volver. Rece por provocar un último encuentro
fortuito. Suplique para que el destino me concediera una tregua. Aunque solo
fueran 10 minutos. Los aprovecharía para
acercarme y secuestrarte. Prolongaría esos
minutos hasta la eternidad. Te explicaría con solo una mirada todo lo
que llevaba callando estos tres meses. Gritaría a sonrisas torcidas todas las
locuras que se me habían ocurrido contigo. Porque era una dulce tortura soñarte
en la distancia.
Esta mañana mientras me esperabas
en la estación el despertador ha seguido sonando mientras yo me apagaba soñando
en improbables.
Lo siento, nunca se me dieron
bien las despedidas.
Lorena Burcat.
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