Nos levantamos, nos vestimos,
desayunamos y conducimos hasta el trabajo. Pasamos, como mínimo ocho horas
diarias en cubículos absurdos que nos exprimen nuestro potencial para que otros
puedan cumplir sus sueños. A cambio, recibimos un salario con el que conformar
una vida a base de recortar nuestros
sueños y alargar las dudas y las deudas.
Día tras día hacemos lo mismo.
Una y otra vez. Sin pararnos a mirar el trayecto recorrido. Lo que aún queda. Y
si realmente somos felices. Damos por hecho que todo continuará igual mañana.
Ningún cambio. El mismo te quiero entre susurros. No te vayas a enterar y
salgas corriendo. Y un ligero beso con gusto a café amargo. El mismo “buenas
noches”, en la misma cama, con la misma compañía. Obviamente nada diferente.
Y en esta obviedad nos sentimos
protegidos. Seguros, a salvo. Sabiendo que mañana nuestra infelicidad seguirá
intacta. Nuestro valor seguirá en alza construyendo y pagando los sueños de
aquellos que decidimos y permitimos un día que hoy controlen nuestras vidas. Y,
sí. La libertad es tan subjetiva como difícil de conseguir.
Pero plantémonos por un instante
que todo lo que hoy tenemos, mañana no existe. No más trabajos aborrecedores.
No más rutinas que encarcelen nuestras ilusiones. No más facturas que nos
opriman el alma. Pero que tampoco estará nuestra pareja al regresar a casa. Ni
el quiosquero que nos guarda el periódico cada mañana. Ni el camarero que te
alegra el día con un chiste casposo mientras te sirve un café extraído del
infierno.
Porque si nos diéramos realmente cuenta de que
no hay nada seguro. Que mañana no sabemos dónde despertaremos. Entonces, y solo
entonces empezaríamos a dar el valor real que tienen nuestros sueños. Porque
seguimos empalmando días. Intentando encontrar el sentido a este sin sentido.
Y algo que me planteo cada mañana
es si hoy fuera mi último día aquí, si sería así como me gustaría que fuese. Y
podéis pensar que es más fácil desde mi posición. Ni hipotecas, ni hijos que
alimentar y educar. Que siempre estoy a tiempo de volver a casa. Que a veces
arriesgar es sinónimo de fracasar. Y tenéis razón .Tanta como excusas queráis
encontrar a la insatisfacción personal.
Porque la vida está hecha para
soñar. Para ayudar a que otros aprendan a soñar, a ilusionarse, a sonreír.
Porque a ser feliz se puede aprender. Solo hay que tener la humildad y la
valentía de querer aprender a ir un poco más allá. Que fracasar en intentar
conseguir nuestros sueños es un alto más en el camino. Porque quien lo intenta reiteradamente lo consigue.
Porque no hay nada más gratificante que cumplir los sueños. La felicidad es
contagiosa.
Lorena Burcat.
No hay comentarios:
Publicar un comentario