Seguramente a estas horas, si todo va bien, este
aterrizando en Barcelona.
Posiblemente ya habré llorado por
la emoción de estar en casa. Aunque sean 48 horas.
Es curioso cuantas emociones nos
puede despertar el hecho de pasear por nuestra ciudad.
Aceras que evocan besos
veraniegos a media noche. Esquinas en las que siguen resonando los estallidos
de tu risa junto a tu sobrino por haber conseguido por primera vez llegar al
final de la calle sin las rudecitas de la bici. Balcones que dan los buenos días
entre geranios y jazmines. Atardeceres que nos transportan a la última ve que,
sin saberlo, dijiste adiós. Sabores que
nos recuerdan aquella tarde en el Born comiendo helados de sabores a cada cual
más extraño. Aquel mismo día en el que acabamos de garitos por Marina y aquel
inglés que conocimos en el aeropuerto me beso por primera vez. Gritos
frustrados de desamor porque cerraron nuestro Japonés de Urgell. Tímidas
sonrisa al pasar por delante del museo Picasso donde nos fuimos a pasar aquella
calurosa mañana de agosto con dos americanos haciéndonos las entendidas en el
cubismo. Amaneceres en la playa tras una
noche de desfase sin mirar hacia atrás.
Podría seguir enumerando uno a
uno los recuerdos que hacen que sienta Barcelona es mi hogar. Una ciudad de
acogida que me ayudo a descubrir un poco más de mi realidad. Vivir fuera de
casa nos permite apreciar con más intensidad todo lo que tenemos al volver.
Y aunque sea breve, será intenso.
Porque contigo Barcelona es imposible no ser feliz.
Lorena Burcat.
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