Recuerdos que siempre había tenido una extensa y larga lista de requisitos
indispensables para aquel chico que estuviese conmigo.
Divertido, detallista, cariñoso, comunicativo, espontaneo, inteligente, que
me creara admiración, perspicaz. Deportista, amante de la aventura, dulce,
romántico, que le fascinara viajar y cocinar. De los que le gustara dormir
abrazados y ver películas de acción una tras otra.
Mi terapeuta siempre me decía que tenía aquella fascinante e imposible
lista como escudo protector. Jamás existiría nadie capaz de poder hacerle
frente a semejante reto. Y eso me aliviaba. Era mi manera de saber que seguía a
salvo. Me auto justificaba el porqué de mis fracasos amorosos. Porque nadie
estaba a la altura de mis expectativas. Inconscientemente creía que yo no era
lo suficientemente buena para merecerlo.
Hace tres meses apareció el león de la selva sin previo aviso. Ni me
percate de su llegada por una sencilla razón, era lo más opuesto de la lista
que pudiese imaginar.
Me creí mis propias palabras de que toda esa historia era pasajera, fugaz.
Una anécdota más que algún día contaría a mis nietos. Y es cierto, seguramente
lo haré. Aunque sea a mis sobrinos. Pero más que una mera anécdota será una
moraleja fundamental.
Caí en la
trampa de que yo controlaba todo lo que me pasaba. Ni él ni esta aventura cumplían
las expectativas de recrear una segunda parte. De que hubiera un punto y
seguido. De olvidarnos, de momento, del final. Quedaban páginas todavía por
rellena en común.
De hecho
sigo aprendiendo a creer que presuponer es errar. Porque no podemos controlar
lo que mañana va a pasar. Así que olvidémonos de listas absurdamente imposibles
y aprendamos a bailar descalzos bajo el asfalto mojado.
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