Recuerdo de pequeña cuanto me
encantaba subirme a un taburete un tanto inestable para rebuscar en los
armarios de mi abuela algún mantecado para tenerlo como botín.
Esta mañana escuchaba a una niña
de unos tres años decirle a su madre que la muñeca que llevaba entre brazos era
su mejor amiga para toda la vida.
Sam era de las que no sabía vivir
separada de un pañuelo bordado a mano al que no abandono ni para ir a la
universidad.
En la vida vamos acumulando
pequeños tesoros insignificantes a priori pero que constituyen nuestro legado
emocional más importante.
Hoy mi madre estaba en mi habitación
mientras hablábamos por Skype y por detrás, desde la estantería me saludaba
copito. Copito es una réplica de Copito de nieve. Recuerdo que me lo regalo mi
madrina cuando tenía cinco años y desde entonces me ha acompañado mudanza tras
mudanza.
Cuando hace año y medio vine a
Inglaterra tuve que dejarlo en casa. Ocupaba más de media maleta como para
poder permitirme embarcarlo. Es un peluche, pero es aquello que me conecta con
mi más tierna infancia.
Llevo un rato pensando en lo absurdo
de extrañar algo inerte hasta al punto de querer que este contigo. Pero es algo
más. Hay objetos que nos recuerdan experiencias maravillosas, agradables o
simplemente lecciones de vida que no estamos dispuesto a olvidar.
Sigo oyendo nítidamente los gritos
de mi abuelo para que me bajara de las alturas con el tarro de galletas y el
mono en la otra mano. Recuerdo que el peligro no era caerme si no que mi abuelo
me descubriese.
No sé exactamente el porque me ha
dado por rememorar pequeñas aventuras de la infancia. Pero últimamente me he dado cuenta que volver a la
cuna es un buen modo de encontrar un punto de equilibrio para descubrir la
pureza de lo que somos y entender cuál ha de ser el próximo paso que nos ayude
a conseguir nuestros sueños.
Lorena Burcat.
No hay comentarios:
Publicar un comentario