viernes, 12 de septiembre de 2014

Infancia

Recuerdo de pequeña cuanto me encantaba subirme a un taburete un tanto inestable para rebuscar en los armarios de mi abuela algún mantecado para tenerlo como botín.

Esta mañana escuchaba a una niña de unos tres años decirle a su madre que la muñeca que llevaba entre brazos era su mejor amiga para toda la vida.

Sam era de las que no sabía vivir separada de un pañuelo bordado a mano al que no abandono ni para ir a la universidad.

En la vida vamos acumulando pequeños tesoros insignificantes a priori pero que constituyen nuestro legado emocional más importante.

Hoy mi madre estaba en mi habitación mientras hablábamos por Skype y por detrás, desde la estantería me saludaba copito. Copito es una réplica de Copito de nieve. Recuerdo que me lo regalo mi madrina cuando tenía cinco años y desde entonces me ha acompañado mudanza tras mudanza.

Cuando hace año y medio vine a Inglaterra tuve que dejarlo en casa. Ocupaba más de media maleta como para poder permitirme embarcarlo. Es un peluche, pero es aquello que me conecta con mi más tierna infancia.

Llevo un rato pensando en lo absurdo de extrañar algo inerte hasta al punto de querer que este contigo. Pero es algo más. Hay objetos que nos recuerdan experiencias maravillosas, agradables o simplemente lecciones de vida que no estamos dispuesto a olvidar.

Sigo oyendo nítidamente los gritos de mi abuelo para que me bajara de las alturas con el tarro de galletas y el mono en la otra mano. Recuerdo que el peligro no era caerme si no que mi abuelo me descubriese.

No sé exactamente el porque me ha dado por rememorar pequeñas aventuras de la infancia. Pero últimamente me he dado cuenta que volver a la cuna es un buen modo de encontrar un punto de equilibrio para descubrir la pureza de lo que somos y entender cuál ha de ser el próximo paso que nos ayude a conseguir nuestros sueños.

Lorena Burcat.

No hay comentarios:

Publicar un comentario