Lena jamás imaginó que acabaría
deseando no volver a casa. Supongo que todas historias tienen un principio
memorable. Hoy prefiero empezar por el final. Un tanto triste. Un tanto
ambiguo. Pero al fin y al cabo un punto y final siempre significa que todo
empezará de nuevo en mayúsculas.
Tal vez el error estuvo en aumentar
las expectativas, o simplemente tenerlas, con un ente imperfecto.
El café de las diez se acabó
convirtiendo en la excusa perfecta para dejar volar la imaginación con el
apuesto secretario. Todo empezó con un inocente hola, continuo en una
apasionante primera cita en el rio y acabo en boda. Tras ello llegaría la casa
de campo, el deportivo, el perro y los tres niños. Vacaciones en Francia, japonés
los viernes y visita al museo y pizzería los domingos. La monotonía nunca se
hizo presente. La diversión era una constante y la complicidad era una fuente
inagotable.
Supongo que aquí viene el típico y
recurrente “y fueron felices y comieron perdices”. Pero como ya adelantaba esto
no acaba así ni mucho menos aquí.
Ese discreto hola que abriría las
puertas a la historia de sus vidas jamás aconteció. No porque no existiera la
oportunidad. Cada mañana en el descanso se cruzaban durante unos valiosos cinco
minutos que hubieran podido detonar en un cuento de en sueño. Pero…
Siempre existe un pero.
Mateo acababa de acabar con su
prometida y aunque no estaba cerrado a una nueva oportunidad era incapaz de ver
un poco más allá. Lena en cambio siempre miraba más allá pero cuando se miraba
al espejo no veía nada. Se sentía transparente.
A veces todo está predispuesto
para que ocurra pero no nos atrevemos a vencer nuestros miedos. Creernos que
podemos, que valemos. Todo hubiera cambiado con un simple y escueto saludo y
ahora lo único que les une es el silencio en la habitación de la cafetera. Es
curioso porque mientras coinciden intentan encontrar a alguien que les haga ir
un poco más allá, pero son incapaces de empezar por levantar la vista del
suelo.
Lorena Burcat.
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