Aquella fue la noche de los
fuegos artificiales en plena oscuridad estival. El sonido de nuestras risas se confundía
con el estruendo de los gritos de la gente. Sabias a menta y limón. A gloria
comedida. A promesas de una noche singular.
Empezamos comiendo nachos con
queso, nuestros labios y anticipándonos a acabar con el mundo entero. El
ambiente rebosaba electricidad. Cables de alta tensión nos rodeaban dispuestos
a saltar al mínimo roce. Tu mirada me provocaba un cosquilleo indescriptible
algo más abajo del ombligo. Yo trataba de serenarme, de no pensar que en poco
más de doce horas mi vuelo hacia casa despegaba.
Fue una noche memorable. De las
que deseas que nunca acaban. Momentos que harían dura la partida pero que me recordarían
que aunque fuese por unas horas alguien consiguió hacerme levitar solo con
rodearme la cintura.
Nos despedimos en el aeropuerto y
por suerte ninguno de los dos cometimos la estupidez de prometernos una segunda
vez. Sabíamos que era absurdo creer que era posible volver a coincidir en el
tiempo y en el espacio y que la misma química siguiera intacta.
Pero la vida nunca deja de
sorprendernos. Hace tres días llegue a Bogotá dispuesta a comerme la ciudad.
Quince días de vacaciones con mis chicas. Mejor imposible. Hasta que me enteré
que en la verbena de esta noche tu ibas a asistir. No puedo creer que hayamos
tenido que cruzar el Atlántico para volver a coincidir.
Intento comedirme, que las
expectativas no se eleven sin sentido para que cuando se evaporen no me destrocen.
Pero sé que pase lo que pase esta noche no la olvidare. Porque las
coincidencias siempre tienen un porque. Y esta noche estoy dispuesta a dejarme
llevar con todas las respuestas que el destino me venga a dar.
Lorena Burcat.
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