Matilda acababa de cumplir cinco
años e iba a la clase de los pececitos. Como regalo de su cumpleaños sus padres
le dieron un pez llamado Marte. La niña fascinada con su nuevo amigo decidió
acomodarlo en la mesita de noche al lado de la ventana. Desde allí, Marte podía
ver el jardín donde vivía Tobby, el perro maltes de la familia.
La primera noche en la casa,
Marte decidió permanecer despierto para descubrir los misterios de la noche.
Expectante ante la nueva aventura no se podía ni imaginar que maravillosas
vistas le aguardaban antes del amanecer.
Pasada media noche la luna decidió
asomarse por la ventana para darle las buenas noches, y esa fue su perdición.
Un pez enamorado de la luna.
Marte se obsesiono con ella.
Aguardaba ansioso cada día el ocaso para ver a su bella dama blanca reaparecer.
Se sentía capaz de conquistarla. De cambiar la historia e inclinar a su favor
la balanza de lo imposible. Creyó en imposibles. Y falló. Digamos que por mucho
que promteamos que bajaremos la luna para iluminarnos, ella siempre continua
anclada en el firmamento alumbrando a los gatos callejeros.
Creo que en el fondo me pasó
como a Marte pero al revés. Creí que
eras tan inalcanzable que no supe ver que solo con estirar el brazo te hubiera
podido retener. Era tan sencillo que malinterprete el sentido de nuestra
existencia. Prejuzgue tus actos y los encasille con mi pasado. No podía ser
posible conquistar la luna a mediodía.
Pero el problema reside en que
nadie nos ha explicado que lo que realmente importa en esta vida es sentirnos
en la luna y ver las estrellas con el simple roce de nuestra piel.
Lorena Burcat.
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