miércoles, 24 de septiembre de 2014

El pez que se enamoró de la luna.


Matilda acababa de cumplir cinco años e iba a la clase de los pececitos. Como regalo de su cumpleaños sus padres le dieron un pez llamado Marte. La niña fascinada con su nuevo amigo decidió acomodarlo en la mesita de noche al lado de la ventana. Desde allí, Marte podía ver el jardín donde vivía Tobby, el perro maltes de la familia.

La primera noche en la casa, Marte decidió permanecer despierto para descubrir los misterios de la noche. Expectante ante la nueva aventura no se podía ni imaginar que maravillosas vistas le aguardaban antes del amanecer.

Pasada media noche la luna decidió asomarse por la ventana para darle las buenas noches, y esa fue su perdición.

Un pez enamorado de la luna.

Marte se obsesiono con ella. Aguardaba ansioso cada día el ocaso para ver a su bella dama blanca reaparecer. Se sentía capaz de conquistarla. De cambiar la historia e inclinar a su favor la balanza de lo imposible. Creyó en imposibles. Y falló. Digamos que por mucho que promteamos que bajaremos la luna para iluminarnos, ella siempre continua anclada en el firmamento alumbrando a los gatos callejeros.

Creo que en el fondo me pasó como  a Marte pero al revés. Creí que eras tan inalcanzable que no supe ver que solo con estirar el brazo te hubiera podido retener. Era tan sencillo que malinterprete el sentido de nuestra existencia. Prejuzgue tus actos y los encasille con mi pasado. No podía ser posible conquistar la luna a mediodía.


Pero el problema reside en que nadie nos ha explicado que lo que realmente importa en esta vida es sentirnos en la luna y ver las estrellas con el simple roce de nuestra piel.

Lorena Burcat.

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